jueves, 28 de octubre de 2010

La victoria de la cobardía (más bien para ámbito universitario)

En las últimas legislaturas se han introducido cambios en el sistema de selección de profesorado, que se pretendía que aumentaran la calidad de la selección y eliminaran la endogamia. Pese a los recientes intentos de introducir cambios para aumentar la calidad en la selección del profesorado y la implantación de la apariencia de una carrera docente, la realidad es que estos cambios no han contribuido a mejorar el sistema. La aparición de herramientas como la Habilitación y la Acreditación, que en principio ofrecen mejoras, están resultando en la victoria de la cobardía y la fosilización del sistema, bajo una apariencia muy diferente. Y, en gran medida, esto está ocurriendo por culpa de los propios integrantes de los cuerpos docentes.

De los objetivos expuestos, la habilitación (que no ha llegado a dar la medida verdadera de sus posibilidades, porque empezó con lentitud y ha sido abortada) ha sido, en mi opinión, eficaz en la lucha contra las pretendidas injusticias que se producían. Es evidente que se han producido desafueros (ningún sistema los impide al cien por cien), pero, en mi experiencia, no tantos como la gente cree. De hecho, el sistema siempre ha sido devaluado por profesores, docentes e investigadores que, al no ganar, han apelado a la “evidente” injusticia de no ser ellos los seleccionados. Conozco algunos profesores incompetentes, pero no todos ellos vencieron a gente de mejor calidad indiscutible. Y, desde luego, desde hace décadas conozco a gente que se quejó de la “injusticia” y, cuando llegaron al puesto, han revelado falta de capacidad y falta de interés. Es más normal el resultado de que podían decidirse por tus méritos o por los de otro, sin que estuviera muy claro a priori quién es claramente mejor.

El problema básico, creo, es que la acreditación ha surgido como el deseo de evitar conflictos y considerar mucho mejor que otro haga nuestro trabajo. Desde tiempo inmemorial, los profesores han sido seleccionados por sus iguales, lo mismo que los abogados, ingenieros, médicos, pilotos, maquinistas, controladores aéreos y tantas otras profesiones. Ahora, el proceso será automático: bastará con llegar a un cierto número de puntos en una evaluación fuertemente baremada. ¿Es eso mejor, o más justo?

¿Qué problemas hay con ello? Varios. En primer lugar, el borrador de acreditación impone un plazo mínimo para llegar a cada categoría. Esto no es bueno. Porque, primero, impide que gente verdaderamente brillante llegue arriba pronto, lo que sería bueno para el sistema; segundo, porque impide que se cubran plazas que se quedan vacías, a menos que los requerimientos se cumplan., y, tercero, no garantiza nada. Simplemente, en el mejor de los casos, evita errores, no garantiza aciertos. Y evitar errores impidiendo la decisión no es bueno. Las plazas deben cubrirse, salvo que se demuestre que no hacen falta, en cuyo caso deben amortizarse. Pero sé de bastantes universidades y departamentos que necesitan catedráticos, y no los tienen porque el sistema no es capaz de producir gente interesada en mudarse.

Además, producirá, seguro, un aumento de la endogamia. Las universidades se limitarán a convocar plazas cuando su gente se haya acreditado (esto ya está sucediendo). Y los acreditados, salvo excepciones, preferirán luchar por mejorar su plaza que mudarse a otra ciudad. Esto se suma lo que ya es una tendencia alarmante en España de preferir lo malo conocido a lo bueno por conocer en materia de lugar de residencia.

Finalmente, produce la perversión de que no hay otro mérito que el SCI, JCR, o similares. Ojo, no me refiero a la investigación fructífera, sino a su publicación en un circuito de revistas y monografías que, en apariencia, garantizan la calidad. ¿Qué es un mayor mérito: un artículo en el JCR o un libro docente en una editorial internacional? Desde luego, lo segundo sería un criterio decenas de veces más restrictivo: hay miles de artículos al año en el JCR en cada área, y sólo un puñado de libros editados internacionalmente.

Pueden mencionarse otras perversiones: artículos de 5000 palabras firmado por cinco o más autores (a tres páginas por autor), equipos que son capaces de enviar decenas de comunicaciones y artículos al año (es casi imposible que contengan aportaciones relevantes), gente que se cambia la firma (los dos firmamos todo lo que cada uno produce, no en equipo, sino en rebaño).

Pero lo más grave, lo que motiva el título de este artículo, es la dependencia creciente del JCR. El JCR es un recurso natural y casi obligatorio cuando se trata de juzgar aportaciones en otros campos diferentes del propio. Al no tener suficientes conocimientos, es imperativo que alguien más juzgue. El JCR y los proyectos subvencionados constituyen un juicio indirecto: yo valido lo que otros, iguales que tú, han dicho. Pero sobre el campo propio ¿qué juicio de terceros hace falta? En mi campo ¿qué más me da si la investigación es subvencionada, o dónde se publicó? ¿No hay revistas mediocres en el JCR? La respuesta es sí, las hay. Acudir a si una revista está en el JCR revela inseguridad o ignorancia sobre la aportación de un artículo o comunicación ¿Tiene menos valor una contribución sólo por no estar en un determinado índice?

En los procesos de emisión de una opinión colegiada, entre candidatos diferentes con currículos diferentes, es altamente improbable que se pueda evitar todo conflicto. No se debe dimitir de la obligación de juzgar, salvo que se contemple como mejor alternativa que otros, de fuera, sean los que juzguen. Porque esa es la victoria de la cobardía, y los de fuera no tienen más remedio que depender de un plazo mínimo e índices externos. O juzgan, emiten un certificado basado en valoraciones parciales. Nadie juzga, y todos certificamos. Mientras tanto, el sistema no mejora, pero disminuye el conflicto

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